Dicen los entendidos que aquellos seres o cosas con los que habemos relación más frecuente, son sólo los que llegan a tener numerosos nombres para señalárseles.
El elefante, por ejemplo, al que ve uno, de tanto en tanto y sin estrechar vínculos, quedó con ese solo apelativo.
En cambio el cerdo, debido a su proximidad, a su domesticidad, al menudeo de su trato, es llamado tanto cerdo, como puerco, cochino, verraco, marrano, cochi, chochan, y chancho. Además del nombre propio del vecino.
El sofá, que no es un mueble de confianza –no estando de novio, de visita o esperando al dentista, por lo general se le pasa de largo–, es sólo el sofá para todo el mundo.
A la cama, antes bien, o sea la meta más popular que se conoce, le llaman: cama, lecho, tálamo, catrera, sobre, y quienes gustan de exhibir su riqueza de idioma –que nunca faltan– hasta apolilladero.
Con la cabeza, empero, se desmiente esa como regla, porque es la parte del cuerpo que menos domesticada tiene el tipo y, sin embargo, es a la que más apodos se le han puesto: coco, azotea, melón, sesera, bóveda, mate, croqueta, capocha, altillo.
La cabeza se emplea, hoy en día, casi exclusivamente en hacer goles y negocios.
Para hacer goles de cabeza hay que agarrar a la pelota al vuelo.
Para hacer negocios con la cabeza hay que agarrar al vuelo a un socio.
El gol hecho de cabeza, empieza con un pase que le hacen al que espera la pelota y termina con un cabezazo que el arquero nunca espera.
El negocio hecho con la cabeza, al contrario, empieza con un golpe que le dan al que esperaba los billetes, y termina con el pase de los billetes al que los vigilaba para atajarlos. Vale decir: empieza con uno que pone la cabeza y otro que pone la plata; y termina cuando se agarra la plata el que puso la cabeza, y se agarra la cabeza el que puso la plata.
Wimpi